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PROVERBIOS ARGENTINOS

Empero Toribia, que, sin hijos también, se aburría, siempre sola en el puesto, quiso tener detalles y lo hizo entrar en la cocina y tomar unos mates, hasta que viniera facultad Santiago; y cuando, por fin, llegó éste, bastante divertido, lo retó ella por no acaecer dado agua a las ovejas y por descuidar sus bienes, y dejar que otros se los atendiesen. Moza de diez y ocho años, había venido ésta a la estancia, a esquilar, flanqueada, en previsión de posibles peligros, de su lecho, doña Gregoria, y de su tía Ignacia.

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Dormía éste todavía, de modo que Toribia fue quien, otra tiempo, recibió la noticia; y todavía, el día siguiente, ayudó a encerrar las chiqueradas y cuidó el portillo, no pudiendo dejar de seguir comparando a Santiago, su esposo, con su joven vecino. Antes de dejar la querencia, el animal lucha, sufre, mientras puede, los cintarazos de la lluvia con viento, y si, en el primer edad, ha disparado, pronto se paró en el límite del órbita donde ha nacido y se ha criado. Poco alegre fue el viaje: dos horas en el tren; mal sentados, en bancos duros, en una ámbito espesa de calor y de sudor, de humo y de tierra. El carnicero, que por las necesidades de su acomodación, se tenía que levantar siempre a las tres de la mañana, ya estaba en yacija, lo mismo que toda la familia.

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Empero, con rabia y todo, tuvo que aflojar; y, acabada la esquila, el amigo Honorio Quiroga, capataz de la estancia Santa Rosalía, despachó a su madama madre, doña Baldomera, vestida de percal nuevo, engomado y rechinador, montada en su bien tuzado y rasqueteado flete, al abacería de doña Gregoria Palacios, lecho de la callada conquistadora de su corazón. En el cañadón, nada; ni rastro. En todo campo nuevo de estas condiciones, algo entrecortado de cañadas fértiles, las majadas han dado fortunas, durante un tiempo: tres, cuatro años. Volvió a los encogido días, arreando, como en fama, toda su hacienda recuperada, y trayendo a los conocidos noticiario ciertas de sus animales, en peligro de perderse, a diez leguas de la querencia, entretanto que los amos y los capataces, con pretexto de campear, se quedaban tomando mate y bobeando en todos los ranchos de la vecindad. Lo felicito. Desde ese día menudearon las mixturas de tal modo que Florencio le insinuó a facultad Santiago que, cuando se ausentara, lo avisase; pues así, cuidaría las dos majadas. El gusto supremo era, para él, acudir, por la mañana, a la largada de la majada que en la misma estancia cuidaba: majada numerosa, como de dos mil cabezas, formada de ovejas elegidas, atendida con esmero por él y sus hijos. Facultad Evaristo no estaba en localización de percibir lo que podía haber de ironía disimulada en las sonrisas, y, glorioso, se fue.

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